Una excusa más para atacar los fundamentos del cristianismo.
Al final de la década de los setenta fue hallado en Egipto un códice escrito en el dialecto sahídico, del idioma copto, en el que aparece un texto que se creía perdido y que parece corresponder al “Evangelio de Judas”, mencionado en la literatura patrística antigua. Dicho texto, que forma parte de un códice en el que hay otras tres obras gnósticas, ha sido datado por varios métodos, entre ellos el del carbono14, estableciéndose para el mismo una fecha de redacción aproximada entre la última mitad del siglo III y la primera del siglo IV d.C.
El papiro se encuentra muy deteriorado ya que algunas partes del texto se han perdido y otras se conservan sólo fragmentariamente. Sólo 26 de las 66 páginas de que consta el códice corresponden al “Evangelio de Judas”. De las 13 que han podido traducirse hasta aquí, se desprende que se trata de unas presuntas revelaciones que Jesús hizo en privado a Judas tres días antes de la Pascua, en las que Judas Icariote es presentado como el discípulo favorito de Jesús que entrega a su maestro a los romanos siguiendo las órdenes del propio Jesús.
En este año de 2006 la National Geographic Society hizo público a bombo y platillo su trabajo de restauración y traducción del manuscrito. Sus conclusiones ha llevado a la prensa a dar un tratamiento sensacionalista al asunto de manera que se han dicho entre otras las siguientes cosas: 1) El evangelio según Judas sería uno de los descubrimientos arqueológicos más sensacionales de los tiempos modernos. 2) Diversas pruebas han demostrado que, en cuanto a la antigüedad del texto, su autenticidad está fuera de toda duda. 3) Judas Iscariote ha sido un hombre vilipendiado durante dos mil años, el papiro revelaría la verdadera relación de Cristo con Judas y que en realidad fue todo un héroe. 4) La Iglesia alberga el temor de que el manuscrito ponga patas arriba muchas de las creencias más profundamente arraigadas del cristianismo.*¿Qué tenemos que decir ante esto?
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* EL MUNDO, Domingo, 19 de Marzo de 2006, número 542.
1. El Evangelio de Judas es un documento anticristiano.
El documento original, del cual el encontrado en Egipto es sólo una copia del siglo IV, fue compuesto a final del siglo II d.C. Sabemos por los Padres de la Iglesia, Ireneo de Lyón, Epifanio de Salamis y Teodoreto de Ciro, que el Evangelio de Judas es un texto gnóstico tardío, rechazado y condenado como apócrifo y herético por la Iglesia.*
Este documento apócrifo es semejante a la mayoría de los hallados en Nag Hammadi en 1945, y como la mayoría de los textos gnósticos no trasmite tradiciones que se remontan al Jesús histórico, sino que son reelaboraciones posteriores, en clave esotérica, que reinterpretan los relatos evangélicos más antiguos de manera que concuerden con creencias particulares o sincréticas, tan apartadas de la visión consensuada del dogma cristiano que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que eran anticristianas.
Que los gnósticos no eran cristianos es algo evidente en sus escritos. Su doctrina iba dirigida a una élite capaz de salvarse a sí misma mediante la gnosis o conocimiento introspectivo de lo divino. Esta capacidad de conocimiento era para ellos superior a la fe y al sacrificio de Cristo, por lo que los iniciados gnósticos no esperaban obtener la gracia del perdón y salvación mediante el arrepentimiento y la fe en Cristo. Según ellos el hombre puede salvarse a sí mismo mediante una mística secreta de la salvación en la que se mezclan sincréticamente ideas orientales y de la filosofía griega, principalmente platónica.
En su visión dualista, los gnósticos veían la materia como el anclaje y origen del mal, por lo que no podían concebir las dos naturalezas de Jesucristo (divina y humana), ya que para ellos la materia era contaminante. Esto les llevaba a formular la doctrina del “cuerpo aparente de Cristo”, que establece que Jesucristo no era más que un espíritu con apariencia de un cuerpo material (docetismo). Otros grupos gnósticos sostenían que Jesucristo fue un hombre corriente que en algún momento fue adoptado por una fuerza divina (adopcionismo). Según la doctrina gnóstica, Jesucristo pretendía transmitir a los espíritus de las personas el principio del autoconocimiento, de modo que sus almas se salvasen por sí mismas al liberarse de la materia. El apóstol Juan condenaría estas enseñanzas como anticristianas al decir: “Todo espíritu que no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no es de Dios” (1 Jn 4.1-3).
En consecuencia, el evangelio apócrifo de Judas encontrado en Egipto no es más que una copia del siglo IV de un documento gnóstico anticristiano de final del siglo II. Es un documento tardío que perteneció a un grupo marginal y sectario que se hizo una fuente normativa a su medida, en abierta oposición al cristianismo fundado en las escrituras apostólicas del siglo I. Por tanto afirmar que su “hallazgo es uno de los descubrimientos arqueológicos más sensacionales de los tiempos modernos” es un absurdo descomunal. De lo único que no hay duda es que el texto en cuestión es un “auténtico documento apócrifo del siglo IV”, que no tiene más valor que el de documentar algunos de los sincretismos que se dieron en la antigüedad entre el cristianismo, el paganismo oriental y la filosofía griega.
Durante los primeros siglos no había duda en el seno de la Iglesia sobre cuales eran los libros normativos para el cristianismo. El surgimiento de grupos sectarios, con creencias que no podían fundamentarse en los evangelios y epístolas de los apóstoles de Jesucristo, les lleva a fabricar sus propias versiones de los hechos, atribuyendo su autoría a algún miembro del grupo apostólico, como medio de tener una autoridad documental en la que avalar sus enseñanzas. Es por esa razón que la Iglesia se movilizó rechazando las nuevas reinterpretaciones como apócrifas y fijando los criterios para establecer el canon o lista de los libros considerados inspirados y normativos.**
2. Los textos canónicos del Nuevo Testamento son la única versión fiable admitida por la Iglesia para creer todo lo concerniente a Jesucristo y a la obra de salvación.
En las listas apostólicas el nombre de Judas siempre aparece al final, generalmente acompañado de una descripción sobre su infame acción: “el que le entregó” (Mr 3.14-19), “que llegó a ser traidor” (Lc 6.16). El término Iscariote que acompaña a su nombre procede del hebreo ’îš q‛rîyot, cuyo significado es “hombre de Queriot”, en relación con la ciudad moabita de este nombre mencionada en (Jer 48.24) o con la ciudad al sur de Hebrón que aparece en (Jos 15.25), de una de las cuales era originario Judas con toda probabilidad.
Los evangelios le presentan como una persona incapaz de discernir la importancia de ciertas acciones de gran contenido en fe y espiritualidad (Mr 14.3-9), como un hombre hipócrita que aparentaba interés por las personas pobres, llegando a enjuiciar a María por su noble acción al ungir a Jesús con un costoso perfume (Jn 12.4-5), cuando en realidad su única intención era aprovecharse de su condición de tesorero del grupo apostólico (Jn 13.29) para apropiarse del dinero que habían puesto bajo su custodia (Jn 12.6).
Llevado por su ambición y avaricia acude secretamente a los principales sacerdotes para traicionar a Jesús (Mt 26.14-16), vendiéndole por treinta piezas de plata y escogiendo el beso como señal para su entrega. Los evangelistas Lucas y Juan añaden el detalle de que Satanás estaba detrás de las malévolas acciones de Judas (Jn 13.27) (Lc 22.3-6).
En contraste, en el evangelio apócrifo de Judas se hace una valoración positiva de la figura de Judas Iscariote al presentarle como el discípulo favorito de Jesús que cumple sus órdenes, entregándole a unas autoridades romanas que fueron un mero instrumento para la liberación de su espíritu encarcelado mediante el sufrimiento, todo ello en conformidad con la doctrina dualista gnóstica.
Esta reivindicación del perverso Judas no sorprende a aquellos que sabemos cual era el grupo gnóstico que elaboró el “Evangelio de Judas”. Se llamaban a sí mismo los cainitas, nombre que proviene de aquel malvado y fraticida Caín que mató a su hermano Abel en el Génesis, en quien ellos vieron “la más alta potencia y la fuerza más consistente”. Los cainitas, que eran una de las sectas gnósticas más libertinas del momento, afirmaban que, dependiendo la salvación únicamente de la gnosis del alma, no era relevante el comportamiento del cuerpo, el cual no estaba sujeto a ninguna atadura moral y era libre para toda clase de goces.
Una de las cosas que parece evidente, con todo el revuelo que se ha armado con el “Evangelio de Judas”, es que vivimos en tiempos difíciles para las enseñanzas y creencias cristianas basadas en las Sagradas Escrituras. Es curioso que quienes no creen en la Biblia, a pesar de ser un documento muy antiguo y fiable, están dispuestos a creer fanáticamente y defender dogmáticamente cualquier otra cosa, por muy absurda que sea, con tal que ésta contradiga la visión que de Jesucristo o del Evangelio tenemos los cristianos, aunque para ello tengan que basarse en documentos tardíos y apócrifos. Así ha sucedido con la obra El Código Da Vinci de Dan Brown. ¡Esto es el colmo del disparate!
Los cristianos no tenemos miedo a que la mentira disfrazada de ciencia o de best-seller literario socave nuestras creencias, porque nuestra fe es un don de Dios que nos lleva a Jesús en el poder del Espíritu Santo. Nuestra percepción de Cristo como Salvador, y nuestra forma de entender la vida y lo que hay tras ella, se funda en una Escrituras, la Biblia, cuyo poder transformador es algo que queda evidenciado por millones de personas en todo el mundo, tanto en el pasado como en el presente. La mentira y el absurdo sólo encuentran corazones receptivos en aquellos que, viviendo de espaldas a Dios, necesitan legitimar ante sí mismos que andan por el camino correcto.
José Luis Fortes Gutiérrez
Doctor en Teología y Licenciado en Historia
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*DE SANTOS OTERO, A., Evangelios Apócrifos, Ed. BAC, Madrid, 1979, pp 70-71.
**La aceptación del canon se produce en diferentes etapas según sabemos por Ireneo de Lyon (130-200 d.C.), el Canon de Muratori (170-210 d.C.), Eusebio de Cesarea (260-340 d.C.) y la carta pascual 39 de Atanasio (367 d.C.), hasta que en el año 397 d.C. queda fijado el canon actual en Occidente.