Desde los primeros siglos de nuestra era surgieron diferentes herejías cristológicas o conceptos errados sobre la persona u obra de Cristo. Para entender él por qué ocurrió tal cosa, es necesario recordar que la iglesia primitiva estaba inmersa en un proceso de búsqueda de una concepción de Cristo que hiciera justicia a los siguientes aspectos: 1) Su verdadera y propia deidad, 2) Su verdadera y propia humanidad, 3) La unión de la humanidad y la deidad en una sola persona, y, 4) La adecuada distinción entre la deidad y la humanidad en una sola persona. Como dice L. Berkhof «todas las herejías cristológicas que surgieron en la Iglesia de los primeros siglos, se originaron en el fracaso de combinar todos estos elementos en la formulación doctrinal de la verdad. Algunos negaban, totalmente o en parte, la verdadera deidad propia de Cristo (Ebionitas, Alogitas, Monarquianos dinámicos y Arrianos), y otros disputaban totalmente, o en parte, su verdadera y propia humanidad (Docetistas, Gnósticos y Modalistas).»[1]
Muchas de los errores cristológicos mencionados y otros semejantes intentaron legitimarse recurriendo a fuentes documentales construidas a la medida de esos mismos errores. Fue en este contexto que surgen unos escritos con una visión totalmente distorsionada del Jesús de los evangelios canónicos pero en consonancia con las doctrinas de sus promotores. Estos documentos, llamados evangelios apócrifos, son escritos seudoepigráficos redactados en fechas muy posteriores al tiempo histórico de los sucesos y personajes de los que pretenden hablar. Sus autores atribuyen la paternidad de los tales a algún personaje famoso de la antigüedad, generalmente a algún apóstol, para conferirles autoridad y veracidad. Pero la realidad es que los evangelios apócrifos no son más que relatos triviales y extravagantes sobre la vida de Jesús. Como ejemplo tomemos una muestra del evangelio apócrifo de la infancia de Jesús del Seudo Tomas (de final del s. II). En él se nos presenta a un Jesús de niño que hace pájaros de barro y los echa a volar, que deja seco al hijo de Anás el escriba, que mata a un muchacho que tropieza con él, que deja ciegos a quienes no están de acuerdo con la muerte del joven anterior, etc. Este esperpéntico documento, hecho a la imagen y semejanza moral de un autor no cristiano, nos muestra a un Jesús iracundo, travieso y orgulloso, que utiliza sus poderes para divertirse, para exteriorizar su disgusto o para hacer daño a alguien que le ha importunado. Los demás evangelios apócrifos contienen relatos igualmente absurdos.
Más recientemente, Ernesto Renán (1823-1892), un estudiante de teología que apostató de la fe y vocación cristiana cuando tenía 23 años, se dedicó, en palabras de J. Ribera, a «derramar luz en torno a la falsa leyenda del cristianismo» de modo que «fue una piqueta demoledora contra la Iglesia». Escribió un libro sobre la vida de Jesús en el que afirmó que los evangelios están «plagados de errores y de contrasentidos”. Partiendo de ese presupuesto, diseñó una biografía de Jesús en la que lo redujo a un gran hombre: «nadie sobrepujará a Jesús”, dijo; un hombre en la categoría de los «semidioses”, que dio a la humanidad un ejemplo maravilloso: «en él se reconcentró cuanto de noble y bueno se contiene en nuestra naturaleza «. Renán negó en su obra todo lo sobrenatural en la vida de Jesús, negó su divinidad, negó el poder desplegado en sus milagros, negó su resurrección sobre la muerte. El Jesús de Renán no es el Verbo eterno, no es el Hijo de Dios, ni tampoco es el Salvador del mundo; es sólo un gran hombre al que admiró como tal: «y todos los siglos proclamarán que entre los hijos de los hombres no ha nacido ninguno que pueda comparársele».[2]
Otras obras más actuales que nos muestran algunas de las perversiones que se han dicho sobre la persona y vida de Jesús son los libros: El caballo de Troya, Jesús vivió y murió en Cachemira, El Código Da Vinci, Nuevos hallazgos sobre la descendencia de Jesús, etc., y las películas: Jesucristo Súper Star y La última tentación de Jesús, entre otras. En todas estas obras sus autores nos presentan a un Jesús descafeinado, desprovisto de sus atributos divinos y sobrenaturales tanto como de su humanidad perfecta. Nos presentan a un Jesús patético, unas veces, y a un Jesús digno de admiración, otras, pero cuya obra, mensaje y poder no trasciende a su muerte. Todas las obras mencionadas anteriormente son producto del engaño diabólico sobre aquellos que, ciegos por el pecado, viven de espaldas a Dios (2 Co 4.3-4).
Pero gracias a Dios, los cristianos sabemos cuales son las fuentes adecuadas para el conocimiento de Jesús. Empezando con su historicidad, contamos con el testimonio de muchas fuentes seculares que dejan fuera de toda duda este asunto. Destacamos entre ellas las siguientes: El historiador romano Cornelio Tácito, que nació entre el 52 y el 54 d.C., al escribir del reinado de Nerón, alude a la muerte de Cristo y a la existencia de los cristianos de Roma. (Anales XV.44). Tácito hace una más amplia referencia al cristianismo en un fragmento de sus Historias, en relación con el incendio del templo de Jerusalén en el año 70 d.C., preservado por Sulpicio Severo (Crónicas II.30.6). El satírico del siglo segundo, Luciano, habló con desdén de Cristo y de los cristianos. El historiador judío Flavio Josefo, que nació el 37 d.C., hace una referencia a Jesús en (Antigüedades XVIII.3.3) y otra a Santiago, el hermano de Jesús, en (Antigüedades XX.9.1). Suetonio, 120 d.C., es otro historiador romano que cita a Jesús (Vida de Claudio 25.4). El gobernador de Bitinia en Asia Menor, Plinio Segundo o Plinio el Menor, (112 d.C.) escribió al emperador Trajano pidiéndole consejo de cómo tratar a los cristianos (Epístolas X.96). La carta de Mara Bar-Serapio, es un interesante documento de después del 73 d.C. en el que este autor sirio escribe desde la prisión a su hijo Serapio para alentarle en la búsqueda de la sabiduría. Le menciona diferentes sabios entre los cuales incluye a Jesús (1.114). Los Talmudes judíos también hacen referencia a Jesús en muchas ocasiones. (Babilonia Sanhedrín 43a).
En cuanto a las fuentes eclesiales, tenemos en primer lugar a Tertuliano, jurista-teólogo de Cartago, que en una defensa del cristianismo (197 d.C.) ante las autoridades romanas de África, hace mención del intercambio epistolar habido entre Tiberio y Poncio Pilato (Apología V.2). Otros autores cristianos de los primeros siglos serían Julio Africano (221 d.C.), que cita a Talo el historiador samaritano que menciona a Jesús en sus escritos (1.113), y Justino Mártir (alrededor del año 150 d.C.) que en su Defensa del cristianismo, ante el emperador Antonino Pío, hace mención del informe de Pilato que suponía debía estar preservado en los archivos imperiales. (Apología 1.48).[3]
Pero las fuentes principales para el conocimiento de Jesús son el testimonio apostólico. Los discípulos de Jesús fueron testigos de primera mano de todo cuanto narran en sus escritos. Ellos oyeron, vieron y palparon todo lo que cuentan en los mismos (1 Jn 1.1-4) (2 P 1.16-18). Durante tres años permanecieron con Jesús, sin separarse prácticamente para nada de él. Estuvieron a su lado cuando predicaba, cuando sanaba, cuando reprendía, cuando procedía con misericordia y cuando pasaba por buenos y malos momentos. Ellos fueron testigos presenciales todo el tiempo del ministerio del Señor Jesús (Hch 1.8,21-22). Ellos comieron junto con una gran multitud unos pocos panes y peces, ellos vieron como un fuerte viento y un mar embravecido se calmaban a la sola indicación de su maestro, ellos se quedaron hondamente impresionados cuando vieron salir vivo a Lázaro del sepulcro en el que yacía muerto desde hacía cuatro días, y ellos fueron testigos directos de muchísimas otras cosas tan maravillosas con las mencionadas.
Pero es que además, los apóstoles fueron inspirados por Dios para escribir todo cuanto vieron, oyeron y palparon con la escrupulosa fidelidad de un notario (2 P 1.21). Algunos pocos autores neotestamentarios escribieron lo que otros testigos de primera mano les contaron. Este fue el caso de Lucas, el médico amado, que escribió su evangelio probablemente por el testimonio de María (Lc 1.1-4), y el libro de los Hechos porque fue compañero de viaje del apóstol Pablo (Hch 1.1-5). Con todo, la inspiración divina les libró de error al seleccionar las fuentes. Pero la mayor parte de ellos, siendo testigos oculares y/o participantes de los sucesos ocurridos, fueron guiados a toda la verdad por el Espíritu Santo (Jn 16.13), enseñándoles, unas veces, y recordándoles, otras, las cosas vistas, oídas y experimentadas por ellos (Jn 14.26). De esta manera fueron preservados de seguir cualquier cosa que no fuera la verdad más absoluta (2 P 1.16). Es por esto último que podemos afirmar que los escritos apostólicos son Palabra de Dios (2 Ti 3.15-17), y como tal, son un testimonio fiel de la vida de Jesús (Jn 21.24). El testimonio apostólico fue puesto por escrito por hombres que nunca se propusieron escribir documento alguno. Lo hicieron porque el Señor se los mandó, porque el Espíritu de Dios les guió a ello, para que esas escrituras se convirtiesen en la única fuente fidedigna para un conocimiento salvador de Jesús (Ap 1.19) (Jn 20.30-31). Y es que los evangelios no sólo trasmiten un conocimiento del Jesús histórico, sino que, sobre todo, son un instrumento del poder de Dios por su Espíritu Santo para llevar a las personas a reconocerse pecadoras y a creer que en Jesús hay salvación y vida eterna (2 Ti 3.15-17) (Ro 1.16) (Jn 3.36).
José Luis Fortes Gutiérrez
Doctor en Teología y Licenciado en Historia
[1] Louis Berkhof: Historia de los dogmas, Ed. Estandarte de la Verdad, 1.969, pág. 128-129.
[2] E. Renán: La vida de Jesús, Ediciones Petronio, 1.975, pág. 5.
[3] Josh McDowell: Evidencia que exige un veredicto, Cruzada Estudiantil y Profesional para Cristo, 1.972, pág. 83-89.